He pedido peras al olmo. Las saboreo. Son deliciosas (IG)

miércoles, agosto 9
















El origen del miedo es impreciso, difícil de comunicar. Antes de dormir el niño pregunta por mis miedos. "ah, cosas reales", contesta con cierta desilusión. Sus miedos tienen colores más vivos, más brillantes, dibujan formas que no son de este mundo.

Puedo localizar en el tiempo el último de mis miedos infantiles. Ya tenía dieciséis años, en realidad, pero la naturaleza del sentimiento pertenece de manera neta a la infancia.

Estábamos con mi familia en el campo de mi abuelo, durante las vacaciones de invierno y una noche algo, alguna cosa sin nombre sin forma pero decididamente presente, una certeza funesta y más temible por imprecisa, entró en mi habitación.

Miraba el cuadro de la virgen en la pared, escuchaba los perros aullando, pensaba en mi abuela, trataba de dormir, escuchaba su voz, temía su muerte o la de alguien, olor a tragedia inminente, un rumor en el aire de la noche. Esperé a que llegara la mañana, confiando en que la luz del sol iba aliviarme, dormí después del amanecer pero al día siguiente las cosas no mejoraron. Algo apocalíptico e incomunicable parecía seguir conmigo en todas partes. Esa tarde carnearon un cordero y cuando los cerdos se acercaron a hundir la nariz en las vísceras embarradas, apartando las hembras a las crías para llegar a saciarse, tuve que irme.

Sólo después del tercer día fui capaz de contener mi ánimo. Al cuarto, mis padres que habían ido al pueblo a la mañana dijeron ?prendé la tele? y ahí estaba: el derrumbe, los muertos que no se veían pero se contaban, la amia en mil pedazos por el aire, me avergüenza decirlo pero fue como un alivio. El horror tenía nombre y tenía forma, se había vuelto real y por eso asustaba menos.

De vuelta en Buenos Aires, el miedo se negaba a retirarse. Mi casa de entonces, en la que todavía viven mamá y hermanas, está en frente de una enorme escuela de la cole. El fantasma de las bombas me perseguía y los argumentos que invoqué en mi ayuda no llegaban o no eran suficientes. Que nadie atacaría un colegio, que los atentados no se repiten todos los días en la misma ciudad, que podríamos no estar en casa cuando pase. Nada. El dolor de estómago volvía a la noche.

La redención fue inesperada y no hubiera sido tan efectiva de no haber contado con un viso de ridiculez. La noticia en el diario decía "Familia muere aplastada bajo un balcón mientras esperaba el colectivo". Si eso no es un antídoto contra cualquier pretensión de prever la fatalidad, que alguien me lo explique.

No es que un dolor inesperado no pueda estar en cualquier parte, esperando; es que no hay forma de saber dónde. A veces un problema que no tiene solución deja de ser un problema.