He pedido peras al olmo. Las saboreo. Son deliciosas (IG)

jueves, julio 20

Mi primer recuerdo es una indecisión. Mi mamá dice que no puedo acordarme, que era demasiado chica, y en cierto modo sé que no es un recuerdo sino una composición posterior. Mi abuela decía un verso "Ahí está la luna/ comiendo tuna/ le pedí un pedacito/ no me quiso dar/ agarré mi banquito/ y me puse a llorar". Yo me sentaba en mi banquito en la terraza a mirar la luna y aunque no lloraba esa escena es la primera que aparece en cada esfuerzo retrospectivo. Mamá dice que yo tenía dos o tres años, que no puedo acordarme pero en realidad no importa porque tanto el banquito como el verso siguieron en mi vida por bastante tiempo, por lo menos hasta los ocho, cuando me mudé de esa casa, la del el banco y la terraza.

Mi banquito era celeste con letras amarillas y pequeño, exactamente como para que mis pies tocaran el piso a los tres años y el elemento mágico que lo preserva es que, como parte única de una escenografía estable y en conjunción con el verso, permitía que me convirtiera en protagonista del texto. Yo tenía mi banquito para mirar la luna, no era una simple espectadora, todavía no sabía llorar a voluntad pero sí sabía, supe desde la primera vez, de qué lado de las cosas quería estar.

Es un recuerdo reconfortante aunque, por desgracia, hay uno anterior: cuando mis abuelos me llevaron a comprarlo. Si bien todo es difuso, el vendedor, el local, si mis padres estaban o no, sé perfectamente que me dieron a elegir entre un banquito rojo y otro celeste, con las mismas letras amarillas que decían "soy muy dulce". Elegí el celeste y durante años me pregunté cómo sería aquella misma escena con banquito rojo. Mi primer recuerdo no es el banquito celeste sino el rojo que no elegí, que nunca tuve. Mi primer recuerdo es no saber si algo habría cambiado de haber elegido el rojo.

Como compensación, a los seis años me compraron un par de zapatillas adidas, de cuero, blancas. Tenían tres rayas y al momento de elegir entre rojas o celestes, en honor al banquito que no tuve, me decidí por las rojas. Y me prometí no volver a pensar nunca más en cómo sería tener las de rayas celestes.

Años después, en circunstancias que no vienen al caso, hice una suerte de voto secreto, ampliaba la promesa de las zapatillas al universo: no iba a invertir un segundo de mi vida en pensar cómo hubieran sido las cosas de haber optado por un camino diferente al que tomé, frente a cada decisión del pasado.

Ya no tengo banco ni zapatillas con rayas y es curioso, me siento más niña que entonces, más liviana.