He pedido peras al olmo. Las saboreo. Son deliciosas (IG)

miércoles, octubre 26





Más de una vez me preguntaron qué es exactamente un chongo. El más gay de mis amigos diría "un precioso negro cogedor analfabeto". Yo, que soy más de la clasificación estética que funcional, diría que es una bestia de hombre que hubiera sido modelo de Gucci de haber nacido en las afueras de Roma en lugar de en Fiorito. Como un Versacce a sólo veinte pesos porque es de contrabando.

En una oportunidad, a causa de una sucesión fortuita de acontecimientos que no viene al caso detallar, me vi en la esquina de las calles Luna y Santo Domingo, en el barrio de Pompeya, donde comienza la villa 21, tomando una de cerveza en la vereda junto a tres chicos y una chica que acababa de conocer, un sábado al mediodía.

Estábamos disfrutando del sol y el frío de la bebida corriendo y se acercó una persona a pedir un trago. ¿Un muchacho? ¿Un hombre? Era varón y joven y seguro que si entonces yo hubiera conocido la palabra chongo se la hubiera aplicado mentalmente al instante. Era guapísimo, usaba camisa negra y un hombre que puede seguir teniendo pinta incluso con una camisa negra es de veras churro. Tenía unos ojos entre verdes y marrones que, si no supiera que va a sonar tan feo, llamaría pardos. Hizo un chiste sobre su corte de pelo, igual no le importaba porque iba a crecer pero ahora los amigos le decían Chayenne y me acuerdo que me hizo gracia la broma. Me hizo gracia porque él estaba notablemente mejor.

Había empezado diciendo "... porque yo no soy chorro" y no hace falta haber leído casi nada ni contar con un vasto conocimiento del mundo para darse cuenta de que eso es un mal principio. Yo lo escuchaba y, tanto como me gustaba, temía de él. Mientras estuvo con nosotros procuré no mirarlo casi a la cara, no reírme con la boca abierta aunque los demás lo hicieran y asentir con la cabeza en vez de hablar cada vez que alguna pausa en la conversación así lo requiriera.

Una vez que a botella estuvo vacía, él se dispuso a volver por donde había venido. Saludó a cada uno y cuando llegó mi turno se inclinó como si fuera a darme un beso en la mejilla, pero en cambio tomó mi mano, apoyó sus labios en ella muy suavemente y a modo de aclaración dijo:

—Como a las princesas.

Marcos se llamaba. Si huy lo viera en la calle no me daría cuenta. Y si lo reconociera y le dijera "vos la única vez que nos vimos me saludaste con un beso en la mano", él contestaría "no, me estás confundiendo con alguien".