He pedido peras al olmo. Las saboreo. Son deliciosas (IG)

martes, octubre 18

Cuando camino por Plaza San Martín a veces veo señoras tan bien vestidas que no me importaría tener que casarme con un empresario para lograr ese aspecto. Por otra parte, hay tantas posibilidades de que un hombre rico me proponga matrimonio como de que la argentina se convierta en potencia mundial el año que viene.

Desde que tengo edad suficiente para entrar en un negocio y preguntar "esto cuánto sale", mi capacidad para acertarle a la prenda más cara del local no ha decaído ni un ápice, al tiempo que mis poder adquisitivo se vio reducido brusca e irremediablemente por dos hechos sumamente concretos: el nacimiento de mi hijo y la muerte de mi padre. Obviamente estos sucesos modificaron también muy otros aspectos de mi vida, pero pretendo de momento centrarme en las consideraciones prácticas.

Por ejemplo, hace dos años, para el comprarle a mi madre un regalo de cumpleaños entré Cacharel en galerías pacífico. Era su primer cumpleaños sin papá y junto con mis hermanas nos propusimos hacerle un regalo, digamos, como los que él le hacía. Me acerqué al sector de las camisas y a primera vista encontré la indicada: sencilla y hermosa, alegre y discreta, todo lo que se puede pedir de una blusa de señora. La etiqueta decía 735 y convencida de que se trataba del código de la prenda me acerqué a consultar a la vendedora, quien me indicó que la camisa era de seda italiana y que el número, efectivamente, designaba su valor en moneda local vigente.

Cuando veo a las señoras de Plaza San Martín, con sus carteras y sus zapatos insuperables, con sus polleras europeas y su pelito ay, tan impecablemente lavado con cremas de enjuague de cincuenta dólares, no puedo dejar de notar que cuando llegan a adquirir el patrimonio y el buen gusto necesario para vestirse así, han perdido ya casi toda su belleza natural, la gracia de sus formas y la suavidad de sus maneras. Ya no son jóvenes y eso, mal que le pese a la industria de la cosmética y la cirugía plástica, no se repara. Se compensa pero no se repara.

Estimados lectores (lectores casuales, lectores esporádicos, lectores fervorosos si los hay y lectores ávidos de expresar sus críticas): quiero decirles que ya no temo verme aquí como frívola y superficial, que me importan muy poco las elecciones que se avecinan porque no creo que nada vaya a cambiar sustancialemente, que por más que pataleemos y mandemos mensajes en cadena el mundo se está yendo a la mierda, que Bush va a venir a Mar del Plata si se le cantan las pelotas y no va a haber Blockbuster explotado que pueda detenerlo, que las epidemias se siguen extendiendo y la gente en el mundo se sigue cagando de hambre, en fin, que hablar de las cosas importantes no tiene verdadera incidencia sobre las cosas importantes y por lo tanto que no me importa que mis palabras suenen como la confesión trivial de una niña bien venida a menos, como se me podría calificar.

Retomo entonces: vi un sweater de hilo hoy que no podría describir aunque quisiera. Era sencillamente perfecto y costaba el doble de lo máximo que podría gastar el mes que viene en un par de zapatillas nuevas que tanto necesito. Pero, ¿saben qué? Mientas miraba la vidriera me di cuenta que no tendría con qué usarlo. Mi guardarropa actual no admite un sweater como ese. Se sentiría muy solo y fuera de contexto. Con esa noción algo cambió y mientras me alejaba una extraña tranquilidad se fue apoderando de mí. Me doy cuenta de que hay cosas que ya no deseo.