He pedido peras al olmo. Las saboreo. Son deliciosas (IG)

martes, julio 5

La última vez que vi a Z fue en una fiesta. Yo bailaba con alguien que no conocía, él conversaba con un corazoncito Dorins de dieciséis. Cuando nos saludamos uno dijo cuidate y el otro, vos también, no sé quién habló primero y quién contestó.

La última vez que vi a R, él vino a casa. Era 28 de diciembre, estaba vestido con la misma ropa de navidad, camisa celeste, saco negro, zapatos y pantalón de vestir, indumentaria que en él sólo podía explicarse el día de una fiesta familiar —su día duraba tres de los míos. Le dije, quizá con demasiadas palabras, te quiero pero no puedo ayudarte si a vos no te interesa y después se fue.

Hoy falté a la oficina pretextando que me duele ser mujer. Dios mío, no miento.

Z está en ezeiza por tentativa de robo a un taxista con un magiclik que apuntó desde el bolsillo y no sería nada si fuera la primera vez.

R afila su mitomanía natural deambulando entre clínicas e institutos donde su familia lo lleva en actitud de nunca-supimos-qué-hacer-con-él.

La soledad es todo y lo único cierto. El puente entre nosotros, las manos que raspan la arena mojada haciendo un túnel en la playa, llegan a tocarse la punta de los dedos para comprender que eso tampoco acercaba. El hilo que teje un puente en el aire desde el insecto a la pared recorriendo a nosotros. Saber un afuera accesorio, intercambiable, escenográficamente logrado dentro de las posibilidades. De las limitadas posibilidades de ser mamá modelo de orden y belleza cuando uno se olvida su tarjeta en el baño de otra gente. La pereza es el origen de todos los vicios y también la inercia la más fuerte de las fuerzas del orden de las que dominan el mundo más allá de nuestro entendimiento. Limitado entendimiento. Llamar estupidez a un recuerdo húmedo y persistente como quien abre un paraguas cuando viene cayendo un piano.